Hago
público mi testimonio con deseos en el corazón de llegar al alma de
toda persona con las buenas noticias de salvación eterna por medio de
Jesucristo. Quiero acercarme con amor sincero especialmente a quienes se
denominan “Santos de los Últimos Días”, o Mormones.
Me llamo Brendan Terry. Nací y me crié
en Virginia, Estados Unidos, dentro de una familia mormona creyente,
diligente, fiel en sus obligaciones con la iglesia, y sincera en sus
deseos de alcanzar las metas espirituales inculcadas por la misma. Mis
padres me amaban (y me siguen amando) y siempre querían para mí una vida
estable y feliz, obediente a la religión en que creíamos.
Durante los cuatro años de escuela
secundaria, todas las madrugadas, asistía sin falta a una hora de clases
en el “seminario” mormón. Tanto en el “seminario” como en los cultos
regulares de la iglesia, recibí una sólida preparación en los principios
de la religión mormona. Procuraba vivir estos principios de forma
constante, aunque me sentía oprimido bajo una carga de “pecadillos” e
“imperfecciones”. Al graduarme en la escuela secundaria fui becado para
estudiar en la Universidad Brigham Young, la cual pertenece a la iglesia
mormona. Acabado mi primer año allí, y tal como lo hacían muchos
jóvenes, acepté con entusiasmo el llamado de la iglesia para predicar
sus doctrinas y ganar conversos en el sudoeste de mi país. En esa región
viven muchas personas de origen Latinoamericano.
Aproveché esos dos años de trabajo
misionero para profundizar mis propias creencias. Buscaba res-puestas a
las preguntas sinceras y vitales que la gente “investigadora” me hacía,
recurriendo tanto a la Biblia como a los libros canónicos mormones: el
LIBRO DE MORMON, DOCTRINAS Y CONVENIOS, y LA PERLA DE GRAN PRECIO.
Consulté también otros escritos de los profetas y líderes mormones
acerca de cuya autoridad jamás había tenido dudas serias.
Tocando diariamente de puerta en puerta
en las ciudades de El Paso, Texas y Albuquerque, Nuevo México, llegué a
conocer individuos de todas las razas
y proveniencias. Entre ellas había las
que me hablaban sinceramente de su relación personal con Dios a través
de Jesús. Describían una nueva vida que El les había dado, y afirmaban
gozar de una certeza en cuanto a su propio destino eterno. Estas
personas sabían que tenían vida eterna, no como posibilidad teórica,
sino como realidad actual. “Jesús”, me decían con rostros llenos de
seguridad y paz, “me ha salvado y me ha rescatado de la condenación v de
la oscuridad”. Utilizando textos bíblicos, me explicaban lo que era
para ellos una experiencia tangible y continua. Tanto sus acciones como
sus actitudes hacían patente una cosa: el amor del Dios vivo que,
comenzando un día con el “nuevo nacimiento”, entró en sus vidas y
comenzó a obrar milagros de curación espiritual en lo más profundo de su
ser. Estas personas se llamaban simplemente “cristianos” y pertenecían a
varias denominaciones.
Poco a poco, a medida que intentaba
entender las grandes diferencias entre sus creencias y las mías (al
principio con intención de convertirlos), me di cuenta que algo andaba
mal con mi religión. Desde el punto de vista intelectual, ésta no
concordaba con muchas doctrinas clave de la Biblia, enseñadas por Jesús y
sus discípulos. Además, simple y llanamente fracasaba en presentar un
cuadro convincente del mundo real. Desde el punto de vista espiritual,
el mormonismo no me había conducido a una relación íntima con el Dios
vivo a quien estos amigos cristianos parecían conocer tan bien. Mis
necesidades espirituales quedaban sin satisfacer. Tuve que admitirme a
mí mismo que aunque exteriormente mi vida religiosa lucía controlada, en
realidad se caracterizaba más bien por el cansancio espiritual, la
incertidumbre ante el porvenir, la duda, y la incapacidad para cambiar
patrones negativos de pensamiento y de conducta. Vine a ser más
consciente aún del vacío enorme que había dentro de mí.
Aunque ese vacío había existido siempre,
ahora se hacía intolerable. Por mucho tiempo después anduve frustrado y
confundido. Buscaba respuestas pero no las hallaba en mi propia
religión, ni en los libros ni en los consejos de líderes respetados. A
través de ninguno de ellos pude percibir la voz de ese Dios que ahora
anhelaba conocer. Regresé de esa experiencia misionera habiendo servido
honorablemente, sí, pero confuso y lleno de serias dudas que me
colocaron por rumbo incierto. “Si las respuestas mormonas a la vida no
eran ciertas, entonces ¿qué? ¿Quién era yo? ¿Cómo encontrar la verdad?
¿Cómo ser libre de mis pecados v de mi tristeza? ¿Dónde hallar la vida
eterna y la paz de Dios?” Estas interrogantes quemaban mi mente de
continuo.
Tras otros dos años de estudios
universitarios, y de haber profundizado más el cristianismo bíblico,
abandone temporalmente la universidad dejando atrás amigos muy queridos
para buscar el camino de seguridad y de verdad. En esta etapa de mi
vida, ya mis estudios y convicciones espirituales me habían llevado
inevitablemente a ciertas conclusiones en cuanto a la verdad. Estas
contradecían al mormonismo ortodoxo en lo más esencial:
1.- La Biblia es un
documento fidedigno transmitido con precisión a través de muchos siglos,
y exhibe unidad interna y suficiencia doctrinal.
2.- En verdad, sólo hay
un Dios que siempre ha sido Dios. Es un ser infinito, perfecto en amor,
en justicia, en misericordia, en sabiduría.
3. - Jesucristo era, y
es, ese Dios hecho carne venido a la tierra en forma de hombre para
llevar a cabo la redención del hombre, y ahora está exaltado a una
posición de poder y autoridad supremos en el cielo.
4.- El hombre es un ser
creado por Dios, no “co-eterno” con Dios. Dicho de otro modo, hubo un
tiempo en que ni tú ni yo existíamos. Dios nos creó por su poder y
sabiduría y lo hizo con propósito de que tuviésemos una relación de amor
con EL.
5.- Cualquier ser
humano que desobedece a Dios demuestra su enemistad hacia El. La raza
humana toda está bajo la ira de Dios y merece el castigo eterno; todos
necesitamos ser salvos, y volver a una relación de amistad con Dios.
6.- La salvación es
posible sólo por medio de la obra acabada de Cristo y por la gracia
divina, sin agregar obras humanas de cualquier tipo. Lo que facilita al
hombre su entrada al cielo es el poder de la sangre redentora del Hijo
de Dios. Es necesario que el hombre pecador se valga de la obra hecha
por Jesús sobre la cruz del Calvario. Allí Cristo derramó su sangre
cuando murió en nuestro lugar. Sólo el orgullo del hombre lo hace pensar
que sus obras y observancias le podrán calificar para tener ciudadanía
en el reino de Dios. Dios no da lugar para que alguno se jacte en el
postrer día.
Cuando la confianza en mis propios
esfuerzos religiosos y el efecto cegador de las creencias, erradas se
habían desprendido de mis ojos como la cascara de una cebolla, advertí
que yo también necesitaba ser salvo de la ira de Dios, de la justa
condenación a causa de mis pecados, entre otros, el egoísmo, la lujuria,
el rencor, y la envidia. El disfraz de rectitud y pureza que yo llevaba
bien podía convencer a todo el mundo pero nunca al Dios vivo.
Necesitaba experimentar una vida nueva y una renovación interior.
Al poco tiempo de estar estudiando la
Biblia con unos cristianos universitarios en Sevilla, España, acepté
como regalo esta vida nueva que Dios me ofrecía. Fui verdaderamente
salvo al poner mi fe en la obra que Jesús hizo a favor mío en la cruz.
Sentí que su sangre redentora me había limpiado de todo pecado. Sobre el
tosco madero El sufrió una muerte ignominiosa y la separación de Su
Padre Eterno, fuente de toda vida y bendición, para pagar el precio de
mis pecados. Yo merecía la muerte, pero El murió en mi lugar.
Hoy puedo decir que Dios ha obrado un
cambio milagroso en mi vida que comenzó en el mismo momento de mi
nacimiento espiritual. El ha llenado mi ser de un gozo constante que no
varía con las circunstancias externas de la vida. ¡Ya no hay aquél
vacío! Ha quitado de los hombros el sentido de culpabilidad, el dolor de
mi vida pasada y de mis muchos fracasos. ¡Ya no hay cansancio
espiritual! Me ha dado propósito y dirección en la vida. Me ha asegurado
de tener siempre, como experiencia diaria, su amor, su perdón y su
consuelo divinos. Como garantía, ha enviado su propio Espíritu para
morar literalmente en mi ser.
Por medio del Espíritu Santo, Dios ha
comenzado en mí una obra de santificación, transformándome poco a poco a
la imagen de su Hijo, y enseñándome a vivir de acuerdo con la rectitud
que le es inherente. Me ha hecho miembro de su familia eterna, el pueblo
cristiano auténtico. Ciertamente me ha hecho pasar de la muerte a la
vida eterna, y ahora mi único deseo es poder compartir con todo el mundo
esta riqueza incomparable e indescriptible.
Muy estimado lector, ya sea usted mormón
o de cualquier otra religión o filosofía, le ruego que confiese su
pecado y su necesidad espiritual delante del Dios vivo, el que habita en
la eternidad y que hace del cielo su morada. Le ruego que acepte con
manos vacías el regalo de vida y el gozo que Jesús ofrece.
Reciba a Cristo como el que manda en
todos los aspectos de su vida, tanto internos como externos. Confíe en
que El le dotará de la fuerza y de la sabiduría sobrenatural para poder
obedecer la voluntad divina del Creador. No tarde en clamar a Dios a
favor de su alma. De seguro El le oirá y le responderá con amor y gracia
imposible de describir e imposible de apagar.
— Brendan Terry
Tomado de "con poder.com"
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Bendiciones